20 agosto 2009

Ana, La Gata...

¡Ya era hora! De actualizar y de hacer la merecida recogida de un premio que me dio Happy Eyes hace algunos meses. Era el premio al Blog Femenino e Inteligente. Y consistía en inventar una historia que contuviera los siguientes conceptos: Amor, Vida, Viaje, Cine y Literatura.

Esto es lo que ha salido. Te lo dedico a ti, Happy, por la de meses que he tardado en agradecértelo. Espero que os guste...


***Ana, la Gata***


Como cada mañana, a Ana le encantaba desayunar en la terraza mientras leía un rato el periódico. Ojeando la cartelera, vio que en uno de los cines de verano de la ciudad reponían “La gata sobre el tejado de zinc”. De repente, sintió cómo se le erizaba el vello y sufrió un viaje al pasado que la transportó una década atrás, a su época universitaria...

Hacía mucho que Ana no le dedicaba apenas tiempo a una de sus aficiones preferidas. Durante sus años de Universidad, participó en varios talleres de escritura, que siempre le habían parecido de lo más interesante.

En el primero al que se apuntó, solían recitar poemas de Bécquer y Neruda; leían a los grandes maestros de la literatura y analizaban sus obras, descubriendo siempre en cada palabra, cada verso, cada frase, un matiz nuevo, diferente. Y en ellos se inspiraban para inventar historias y escribir algunos relatos y poemas.

Era un taller muy reducido, de no más de diez personas, por lo que en él se respiraba un ambiente acogedor y bastante íntimo, y el trato con el profesor, Diego, era muy cercano.

Diego era el típico profesor del que casi todas sus alumnas se enamoran. Tenía cuarenta años y, aunque llevaba media vida en España, su dulce y sensual acento seguía delatando que había vivido en la tierra del tango hasta los veinte.

Ana siempre había pensado que era una de las personas más interesantes que conocía; era muy culto, por lo que las conversaciones con él siempre eran enriquecedoras, así que le encantaba charlar con él. Además, nunca había conocido a nadie con una mirada tan seductora como la que tenían esos ojos casi negros de Diego. Sus gafas de pasta le daban cierto aire intelectual y sus incipientes canas en la sien lo hacían más atractivo todavía. Le encantaba, era su secreto inconfesable.

Diego siempre llevaba un libro en la mano. Le encantaba irse a la cafetería a leer un poco cada vez que tenía un rato libre. Un día, se encontraba tomando un café, mientras disfrutaba de una de sus lecturas favoritas, cuando apareció Ana.

Nada más entrar, ella se había percatado de su presencia pero, su timidez hizo que, simplemente, lo saludara al pasar por su lado.

-Buenos días, Ana. ¿Adónde vas tan rápido? ¿Te apetece sentarte aquí conmigo?
-Es que estoy esperando que llegue una amiga.
-¡Pues perfecto entonces! Espérala aquí. Te invito a un café mientras tanto. ¡Camarero!...
-Está bien, aunque no creo que tarde mucho en llegar.

Se sentía un tanto apurada pues, aunque le encantaba charlar con él, en el momento en que la conversación tenía lugar fuera del taller que él impartía y podía derivar hacia otros temas que nada tuvieran que ver con la literatura, Ana se ponía nerviosa y, a veces, no sabía ni de qué hablar.

-Me ha gustado mucho el relato que has leído hoy en clase –dijo él para romper un poco el hielo.
-¿De verdad?
-Sí. Muy bien estructurado. Con la dosis justa de intriga, de romanticismo. Claro, conciso y contundente. Tus palabras tienen mucha fuerza. Te felicito.
-¡Gracias! Para mi es muy importante tu opinión. Algún día me encantaría llegar a escribir tan bien como tú.
-Vas por muy buen camino, sigue así, Ana.
-¿Y ese libro? ¿Qué estás leyendo ahora?
-Una obra de Tennessee Williams. Ya estoy terminándomela. Seguramente la conocerás, “La gata sobre el tejado de zinc caliente”, ¿la has leído?
-No. Ni siquiera he visto la película.
-¿Cómo que no? ¿Ni siquiera la película? ¡Pero si es un clásico del cine! Me sé los diálogos de memoria, la he visto cientos de veces. La obra es mucho mejor que la película pero aún así es casi un delito no haber visto a Paul Newman en el mejor papel de su vida y a esa majestuosa y bella Elisabeth Taylor en el papel de Maggie.
-La verdad es que no he visto demasiado cine clásico-respondió ella.
-Pues eso hay que solucionarlo. Precisamente, ahora están reponiendo la película en el cine Avenida. Yo tenía pensado ir a verla. ¿Te apetecería venir a verla conmigo? –le preguntó, tras unos segundos callado.
-¿Al cine? ¿Contigo? ¿Los dos juntos?-respondió nerviosa.
-¡Claro! ¿Qué mejor ocasión? Además, así voy acompañado, no me gusta ir solo al cine. Prometo comprarte palomitas, jaja..-dijo mientras se le escapaba la risa.

Dudaba si aceptar su propuesta. No sabía si sería lo más correcto quedar con un profesor, pero no le importó. Lo cierto era que el plan le parecía tan apetecible... Una tarde de cine con alguien que en sus más íntimos pensamientos la volvía loca.. Así que no tardó en decir que sí.

-¡Venga, vale! ¡Me apunto! ¿Vamos esta tarde? ¿A qué hora es?
-A las ocho, en el Avenida.
-Está bien, nos vemos allí a las siete y media.
-Estupendo, allí estaré.
-Y yo. Bueno, me voy, que ya viene por allí mi amiga. Nos vemos luego.
-Hasta luego.
-Hasta luego- le dijo, mientras iba al encuentro de su amiga, con una gran sonrisa en la cara, que no vio porque ya se había dado la vuelta.

Lo que Ana no sospechaba era que la sonrisa con la Diego prosiguió leyendo, eran aún más grande que la suya. Desde la primera vez que la vio aparecer por el aula había quedado prendado de su belleza. Con esa cara tan dulce, su melena larga y ese vaivén de caderas al caminar que era capaz de volver loco a cualquiera, le parecía la joven más atractiva que había visto nunca. Y después de haber hablado con ella y haberla tratado un poco, mucho más. Ana tenía duende. Y esa timidez que a veces no podía disimular, no hacía sino acrecentar esa magia especial que poseía.

Aquella tarde, fueron al cine, tal y como había acordado. Ana se retrasó un poco. La impuntualidad era una de las cosas que siempre se proponía corregir y casi nunca lograba.

-Lo prometido es deuda. Aquí tienes tus palomitas. ¿Se te antoja algo más?
-No gracias.
-Compraré algunas chocolatinas de todas formas, que yo soy muy goloso.
-¿Entramos ya? Estará a punto de comenzar.
-Sí, sí, entremos.

Entraron en la sala y ocuparon sus asientos. Estaba medio vacía. Es lo que pasa con los cines antiguos; la gente suele ir a los multicines, en los que sólo se proyectan películas comerciales del cine de hoy. El Avenida era uno de los pocos cines con encanto que quedaban en la ciudad.

-Elisabeth Taylor es una de mis actrices favoritas. Ya verás como te gusta.

Ana, mirándolo en silencio, simplemente sonrió. Sentía un nudo en el estómago cada vez más fuerte. No podía creer que aquello fuera algo así como una cita con su admirado profesor.

Durante las casi dos horas que duró la película, Diego estuvo mirando más tiempo a Ana que a la pantalla. Disfrutaba contemplándola. Se deleitaba con la naturalidad de sus gestos, con esa dulzura que desprendía su mirada; una mirada que, casualmente, le recordaba a la mirada felina de la protagonista. Ella notaba que la miraba, pero prefería disimular y cruzaba con él sólo algunas de ellas.

No hacía falta mirar a la pantalla. A su lado, a escasos centímetros, sentía el hechizo de esos grandes ojos azules, casi violetas que, aunque llenos de dulzura, tenían poderes hipnóticos si se miraban fijamente. Era su Maggie particular.

Diego luchaba por no sucumbir ante ellos e intentaba reprimir sus deseos, pero apenas lo lograba. Intentaba concentrarse en la película pero, a mitad de la proyección, ya no podía más.

Acercó lentamente su mano a la suya; el inesperado revoloteo de mariposas que Ana sintió en el estómago al contacto con su piel casi la dejó sin respiración. La tomó de la barbilla y sus miradas, clavadas la una en la otra, detuvieron los segundos en un instante único, mágico. Entonces sucedió. Sus labios se fundieron en un beso lleno de pasión que inundó la sala de esa química que hacía que saltaran chispas.

Aquello fue el principio de un bella historia que llevó a sus dos protagonistas a disfrutar del amor en toda su plenitud durante el resto del curso.

Una historia que no pudo durar más tiempo por culpa de la distancia que los separó cuando destinaron a Diego al año siguiente a otra ciudad pero que, mientras duró, fue poco menos que perfecta.

Ana aprendió a amar de verdad junto a él por eso, aunque su historia no hubiera durado demasiado, la atesoraba en su corazón como una de sus mejores experiencias vividas hasta el momento.

“La gata sobre el tejado de zinc” le recordaba irremediablemente a él. Hacía años que no la veía y cuando vio en el periódico que reponían aquella película tan especial para ambos, no dudó ni un instante el ir a verla de nuevo. Nunca olvidaría la película que tanta magia trajo a su vida.


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11 agosto 2009

El Día Que Ana Se Dio Cuenta...

Ana creía que, mientras no conociera a otra persona, no sería capaz de pasar página. Pero se equivocaba. Lo único que necesitaba para olvidar a Javián era abrir los ojos.

Un día, sin saber muy bien cómo, se dio cuenta cuán fuerte tenía anudada la venda que se los tapaba. Tanto le apretaba, que sus ojos se habían inundado de una tristeza que había llegado a amoratar su mirada. ¡Con la mirada tan especial y tan bonita que siempre había tenido!

Fue capaz de dejar de martirizarse con preguntas el día que descubrió que ya no le interesaban las respuestas.


Fue capaz de volver a caminar cuando se dio cuenta que ya no quería estar parada por más tiempo.

Fue capaz de sonreír cuando se dio cuenta que ni siquiera merecía el río de lágrimas que había derramado por él.

Fue capaz de seguir disfrutando de todo lo que había en su vida cuando se dio cuenta que llorar porque él no fuera ni estuviera, le impedía disfrutar de los que sí están y son.

Fue capaz de ver que, seguramente, lo mucho que le decía que la quería y todas las cosas bonitas que le decía siempre habían sido pura palabrería cuando se dio cuenta y supo aceptar que, llegado el momento, él había sido incapaz de demostrarle su amor y luchar por ella.

Fue capaz de dejar de vivir en el gris cuando se dio cuenta que la vida allí era mucho más fea. Y que ya bastante había con que él viviera allí.

Fue capaz de dejar de mirar hacia atrás cuando descubrió que delante había muchas más cosas y que merecían la pena mucho más.

Fue capaz de volver a la estación, dispuesta a seguir subiéndose a otros trenes que la llevarían a mil sitios, cuando se dio cuenta que el único que había dejado escapar el tren de su vida había sido él. Fue entonces cuando supo que ella no quería cometer el mismo cobarde error.

Fue capaz de ver lo egoísta que era cuando descubrió que las pocas cosas buenas que le habían pasado desde que lo dejaron, a él no parecían importarle en absoluto.

Fue capaz de pasar página el día que se dio cuenta que haber tropezado una y otra vez con la misma piedra ¡ya era más que suficiente!

¡Valiente imbécil -aquél del que tan perdidamente se enamoró- dejando escapar a alguien que lo amaba de verdad!, pensó. Pero a Ana eso ya no le mortificaba; comprendió que Javián no era la persona adecuada que realmente se merecía estar a su lado. El hechizo con que el falso príncipe había encantado a la princesa, por fin, se había roto.

¡Aún se pregunta cómo pudo permitirse a sí misma durante tanto tiempo que el dolor de su ausencia le amargara tanto la existencia!

Durante meses, se resistió a reconocerlo, a pesar de que los que la conocen bien y la quieren, se lo advertían. Pero no hay mayor ciego que el que no quiere ver.

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01 agosto 2009

El Andén...


Como cada verano Ana llegó a la estación de trenes cargada de maletas. Por fin volvía a su tierra para disfrutar de sus ansiadas vacaciones.

Los andenes eran un hervidero de gente, unos que volvían y otros que se iban: padres recibiendo a hijos después de un largo curso en otra ciudad, guías esperando a su grupo de turistas, enamorados que se resistían a despedirse.

Ana iba sola. Besos y abrazos en todas direcciones y ninguno era para ella. Subió al tren y no tardó en encontrar su asiento: vagón 2, 23-V. Se acomodó y quedó a la espera de que el revisor picara su billete. Al cabo de unos minutos el tren cerró sus puertas y empezó a avanzar. Lentamente se iba alejando de un andén lleno de manos que decían adiós y lanzaban besos al aire. Y ninguno de ellos era para ella.

El verano anterior fue el último en que Javián acudió a la estación a despedirla, colmándola de besos y abrazos suficientes para todo el tiempo que pasarían separados. Ana adoraba llevarse consigo el sabor de sus labios al subir al tren, pero esta vez las cosas eran distintas: ya no estaban juntos y ésta parecía ser la ruptura definitiva. Ya no había abrazos, ni besos, ni manos diciendo adiós desde el andén. Aunque los últimos meses habían sido duros eso ya no la entristecía. Por eso, aunque no hubiera dulces despedidas que anunciaran locos reencuentros, cuando el tren se puso en marcha, Ana simplemente sonrió...


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