La primera semana de agosto era la más esperada del verano. Tras semanas de trabajo y mucho esfuerzo por fin estaba todo listo para el campamento que el Proyecto Arco Iris, un grupo cristiano de una parroquia almeriense, organizaba cada año en Huetor-Santillán: un pueblo de Granada.
El lunes a primera hora trece adultos, entre monitores y equipo de cocina, y cincuenta menores de entre doce y catorce años partían en autocar rumbo a Huetor para pasar diez días en un caserón en medio de la sierra, propiedad de las monjas jesuitinas de Granada. El viaje, salvo el mareo de una niña y una corta parada en un área de servicio, transcurrió sin incidencias y en un par de horas llegaron a su destino.
La finca era muy grande; tenía una pequeña piscina, jardín, un huerto y una zona de árboles frutales. La casa, de paredes encaladas y tejas antiguas de barro, tenía dos plantas. En la planta baja estaba la cocina con un lavadero, el salón-comedor, una pequeña sala de reuniones para los monitores, la sala de juegos y un aseo. Una escalera de madera y loza conducía a la planta alta, donde había cinco dormitorios y dos cuartos de baño, para uso de los monitores, y una barraca con cuarenta literas y dos cuartos de baño, uno para chicas y otro para chicos, con cinco duchas, cinco lavabos y cinco retretes cada uno, para uso de los niños. En la parte delantera de la casa había un porche de vigas de madera donde cada día desayunaban todos al fresco de la mañana.
Como ya habían organizado varios campamentos, el proceso de instalación en la casa estaba perfectamente controlado: en algo más de una hora los niños habían elegido litera, todos habían deshecho los equipajes, el equipo de cocina ya preparaba el almuerzo y los monitores se disponían a comenzar las primeras actividades. ¡Por fin el campamento comenzaba a rodar!
Cada noche, cuando ya los chicos dormían, los monitores se reunían para hacer balance del día y recordar brevemente las actividades preparadas para el día siguiente. Éste era uno de los momentos más esperados, pues después de un día agotador a cargo de cincuenta niños era imprescindible tener un rato de desconexión en el que poder charlar tranquilamente una vez concluido el día de trabajo.
En cada estancia de la casa había un crucifijo colgado en la pared; en la sala donde se hacían estas reuniones además había un viejo y oscuro cuadro de Sor Cándida, una monja jesuitina que había fallecido hacía años. Con la intención de asustar a las monitoras Luis y Diego llevaban un par de días bromeando con que la casa estaba poseída por el espíritu de Candi, como ellos la llamaban, y diciéndoles que tuvieran cuidado porque vigilaba todos sus movimientos. Y aunque las chicas no les echaban cuenta, lo cierto es que cada vez que miraban el cuadro no podían evitar sentir algún que otro escalofrío.
Era el quinto día de campamento y como cada noche los monitores organizaban a sus grupos para las duchas y la cena antes de hacer una última actividad en el jardín. Cuando ya estaban todos esperando en el porche, de repente se escuchó un ruido en la planta de arriba...
-¿Y ese ruido? Si arriba no queda nadie... –dijo Águeda a Isa, la jefa del campamento.
-No sé, subamos a ver qué es. Luis, ven con nosotras –le susurró.
El lunes a primera hora trece adultos, entre monitores y equipo de cocina, y cincuenta menores de entre doce y catorce años partían en autocar rumbo a Huetor para pasar diez días en un caserón en medio de la sierra, propiedad de las monjas jesuitinas de Granada. El viaje, salvo el mareo de una niña y una corta parada en un área de servicio, transcurrió sin incidencias y en un par de horas llegaron a su destino.
La finca era muy grande; tenía una pequeña piscina, jardín, un huerto y una zona de árboles frutales. La casa, de paredes encaladas y tejas antiguas de barro, tenía dos plantas. En la planta baja estaba la cocina con un lavadero, el salón-comedor, una pequeña sala de reuniones para los monitores, la sala de juegos y un aseo. Una escalera de madera y loza conducía a la planta alta, donde había cinco dormitorios y dos cuartos de baño, para uso de los monitores, y una barraca con cuarenta literas y dos cuartos de baño, uno para chicas y otro para chicos, con cinco duchas, cinco lavabos y cinco retretes cada uno, para uso de los niños. En la parte delantera de la casa había un porche de vigas de madera donde cada día desayunaban todos al fresco de la mañana.
Como ya habían organizado varios campamentos, el proceso de instalación en la casa estaba perfectamente controlado: en algo más de una hora los niños habían elegido litera, todos habían deshecho los equipajes, el equipo de cocina ya preparaba el almuerzo y los monitores se disponían a comenzar las primeras actividades. ¡Por fin el campamento comenzaba a rodar!
Cada noche, cuando ya los chicos dormían, los monitores se reunían para hacer balance del día y recordar brevemente las actividades preparadas para el día siguiente. Éste era uno de los momentos más esperados, pues después de un día agotador a cargo de cincuenta niños era imprescindible tener un rato de desconexión en el que poder charlar tranquilamente una vez concluido el día de trabajo.
En cada estancia de la casa había un crucifijo colgado en la pared; en la sala donde se hacían estas reuniones además había un viejo y oscuro cuadro de Sor Cándida, una monja jesuitina que había fallecido hacía años. Con la intención de asustar a las monitoras Luis y Diego llevaban un par de días bromeando con que la casa estaba poseída por el espíritu de Candi, como ellos la llamaban, y diciéndoles que tuvieran cuidado porque vigilaba todos sus movimientos. Y aunque las chicas no les echaban cuenta, lo cierto es que cada vez que miraban el cuadro no podían evitar sentir algún que otro escalofrío.
Era el quinto día de campamento y como cada noche los monitores organizaban a sus grupos para las duchas y la cena antes de hacer una última actividad en el jardín. Cuando ya estaban todos esperando en el porche, de repente se escuchó un ruido en la planta de arriba...
-¿Y ese ruido? Si arriba no queda nadie... –dijo Águeda a Isa, la jefa del campamento.
-No sé, subamos a ver qué es. Luis, ven con nosotras –le susurró.
CONTINUARÁ...
10 comentarios:
me ha enctado tu mundo gracias por dejarme entrar
besitos
uissssss que será??
Puessss me he quedado con ganas de más.
JAJAJAJAJAJAJAJAJA
¿Otra vez?
Paso miedo solo recordandolo.
Un beso.
P.D. Aquí Isa, la jefa de campamento, que dará fe de la veracidad de esta historia
ANIÑA:
Bievenida a mi blog! Me alegro que te haya gustado tanto! y ya sabes...¡vuelve cuando quieras, tienes las puertas abiertas!
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HAPPY EYES:
seguro que quieres saberlo...? jijijiji...
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S:
Pues estupendo, eso era lo que quería!!! :P
¡En breve, más!!!
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MARÍA LA MAGDALENA:
Shhhhhhh! jajajaja...
Es que he enriquecido la anécdota convirtiéndola en relato para el taller de escritura! Ya la leerás... ;-)
PD: ¡Yo también doy fe, doy fe (como el Luisma, jaja..)... Tú ya lo sabes pero para los que no...¡YO soy.. Águeda!)
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BESOS A TODOS.
ANGIE.
Ummmm, cristianismo con espiritismo... combinación explosiva, seguiremos leyendo :-P
Intrigadísimo con ese retrato de sor Cándida.
Un placer seguir tu relato Angie
Gracias por tus palbras en mi blog.
Un cordial abrazo
¡Nooo!...¿Angie apareciendo desde una sábana blanca y con alas?
Un beso.
Me has recordado a una granja-escuela en la que estuve de niña. También nos contaron que había por ahí rondando un espíritu y cualquier ruidito que se oía lo asociábamos al espíritu. Qué miedo nos hicieron pasar! jajaja
Besotes!
ALFONSO:
jajajaja.... No sé por qué pero sabía que dirías algo parecido? :P
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MISTRAL:
Un placer tenerte como lector! En cuanto conteste estos comentarios voy a publicar la continuación.
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ESTEBAN:
Angie no! si acaso Sor Cándida, jijiji...
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IPORGIRL:
Jajaja.... pues fíjate tú con lo cagona que yo soy lo que me entró por el cuerpo cuando viví este suceso extraño...
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BESOS A TODOS.
ANGIE.
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